Como algunos de vosotr@s sabéis, durante años he estado trabajando en una academia y dando clases particulares en mi casa, actividad no siempre bien considerada, aunque tengo que decir en mi favor que yo desempeñaba esta labor como trabajadora autónoma 🙂 Paralelamente he impartido muchos cursos de inglés profesional para adultos, y pese a que da gusto trabajar con alumnos que acuden a tus clases voluntariamente, mi norte siempre ha estado en la secundaria.

Much@s también sabéis que durante todos estos años he estado emitiendo cantidad de juicios de valor -más bien peyorativos- sobre los profes de mis alumnos; no sé si desde la ignorancia, desde la erudición, o si desde la impotencia de considerarme una  válida profesional resignada a permanecer a la sombra de profes acomodados o «hijos de» (en las concertadas), que ya hace mucho dejaron de invertir energía en el único foco de su profesión: sus alumnos.

Pues bien, en septiembre por fin empecé  trabajar como profe en un instituto de secundaria, en Picassent (Valencia), del que sólo tengo palabras buenas, aunque en fin, excepciones ha habido, pero pocas. 🙂  Amigos y familiares me hacían la broma de «vaya, ¿dónde trabajas, en la cárcel?» (por la zona donde vivo, Picassent es un pueblo que mucha gente sólo conoce por su prisión, aunque la verdad es que puede que esté más próximo a otros pueblos de sus inmediaciones que al susodicho).

El inicio del curso fue duro. Resultado de imagen de gif profesorNo sé si hasta el punto de replantearme la secundaria y volver con los adultos, pero sí sentí un gran agobio.

Paradójicamente, a medida que acumulaba semanas y, con ellas, reprimendas, partes disciplinarios y algún que otro conflicto interno, la frustración empezó a tornarse voluntad y perseverancia; pasé de ver un agujero negro en el que debía zambullirme a diario esperando el final del día, un borrón indescifrable, a definir la imagen para ver un océano de posibilidades.

Sin embargo, tantas son estas posibilidades, que justo por ello no es nada fácil llegar a nuestro destino, por la sencilla razón de que no hay un solo destino: tenemos tantos destinos como alumnos; tantas horas de viaje como ritmos de aprendizaje; tantos medios para llegar como características familiares y cognitivas; tantas ganas de emprender el viaje como ellos.

Algo que me ha enseñado este curso es la importancia del trabajo conjunto de la comunidad educativa. A nivel de alumnado, es esencial una buena comunicación entre familias, tutor/a y demás profesores del equipo docente. He sido espectadora tanto de la evolución como de la involución de mis grupos por el simple hecho de una implicación total o nula de sus tutores y/o familias, con la satisfacción o frustración que esto me ha conllevado. A nivel docente, también he sentido el entusiasmo de poder trabajar codo con codo con mis compañeros, con mis alumnos y para mis alumnos. He conocido la importancia del apoyo mutuo. Si bien es cierto que parte del profesorado es conformista y se resigna, otra gran parte es enérgica y no desiste, porque trabajamos con personas como nosotros que, aunque a menudo den la sensación opuesta, son seres que sólo quieren progresar y sentirse válidos, respaldados y queridos.

La Escuela que Quiero
Mar Romera

La Escuela que Quiero Mar Romera

Para cerrar este post, me gustaría compartir con vosotr@s un fragmento de un libro que estoy leyendo, de la gran pedagoga Mar Romera, La Escuela que Quiero, que a su vez cita a Stenhouse (1983) a través de un pedagogo profesor suyo:

«[…] la diferencia entre un buen maestro y un mal maestro es la misma que entre un jardinero y un agricultor.

El agricultor ama su trabajo, lo hace lo mejor que sabe y comprende que de su esfuerzo depende el éxito de sus sembrados y de él su subsistencia; por eso prepara la tierra con esmero. Imaginemos que debe plantar lechugas. Hace los surcos […] planta sus lechugas, todas el mismo día, de la misma manera. Las abona, las fumiga, les quita las malas hierbas a todas por igual, con esmero y dedicación y espera que el día de la cosecha […] todas sus lechugas sean parecidas, hayan llegado a un nivel mínimo de crecimiento y engorde y que no se hayan pasado, no hayan desarrollado formas extrañas, entonces tendrá una buena cosecha y en el mercado será bien valorada.

Por el contrario, el jardinero en su jardín tiene montañas de plantas distintas, cada una de ellas se planta en un momento diferente del año, cada una de ellas necesita de unos cuidados diferentes y su fortaleza es única. Los tulipanes callan durante buena parte del año y después una sola flor encierra su tesoro; el romero es duro, aguanta inclemencias y la maravilla de sus flores no es para la vista, es para el olfato; las camelias, los geranios, […] La lista es muy larga, y cada componente de esta posible lista es diferente, cada planta necesita un cuidado, una manera, un momento… Como nuestros niños y niñas.

La belleza de un jardín dependerá del arte de la combinación entre las plantas, de la armonía en la que se planten.»

En conclusión, en todos los centros encontraremos abnegados agricultores con quienes puede que discrepemos a menudo, pero también es cierto que el arte de la jardinería es calmante y terapéutico, y lo que es mejor todavía: los aromas que desprenden las flores se propaga irremediablemente.

Como docentes, debemos poner todas nuestras virtudes y defectos sobre la balanza; como familias, debemos respetar la buena voluntad del profesorado, pero no desde la total desconexión, sino desde la total implicación.